CAPÍTULO XXIV
POR QUÉ MUCHOS PRÍNCIPES DE ITALIA PERDIERON SUS ESTADOS
El príncipe nuevo que siga con prudencia las reglas que acabo de exponer adquirirá la consistencia de uno antiguo y alcanzará en muy poco tiempo más seguridad en su Estado que si llevara un siglo en posesión suya. Siendo un príncipe nuevo mucho más cauto en sus acciones que otro hereditario, si las juzgan grandes y magnánimas sus súbditos, se atrae mejor el afecto de éstos que un soberano de sangre inmemorial esclarecida, porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes. Cuando hallan su provecho en éstas, a ellas se reducen, sin buscar nada en otra parte. Con mayor motivo abrazan la causa de un nuevo príncipe o si éste no cae en falta en lo restante de su conducta. Así obtendrá una doble gloria: la de haber originado una soberanía y la de haberla corroborado y consolidado con buenas armas, buenas leyes, buenos ejemplos y buenos amigos. Obtendrá, por lo contrario, una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe, haya perdido su Estado por su poca prudencia.
Si se consideran aquellos príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se reconocerá desde luego que todos cometieron la misma falta en lo relativo a la preparación militar, según que ya extensamente lo explané. Se notará además que uno de ellos tuvo por enemigo a su pueblo, o que el que lo tuvo por amigo careció de arte para asegurarse de los nobles. Sin estas faltas no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos para poder disponer de ejércitos en campaña. Filipo de Macedonia, no el padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, poseía un Estado harto pequeño con relación al de los griegos y al de los romanos, que le atacaron juntos. Sin embargo, sostuvo contra ambos la guerra durante muchos años, por ser belicoso en extremo y porque sabía contener a su pueblo no menos que asegurarse de los nobles. Si al cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, conservó el resto de su reino.
Aquellos príncipes de Italia que después de haber ocupado mucho tiempo sus Estados los perdieron, acusen de ello a su cobardía, y no a la fortuna. Como en épocas de paz no habían imaginado nunca que pudieran cambiar las cosas, porque es un defecto común a todos los hombres no inquietarse de las borrascas mientras disfrutan de bonanza, sucedió que al llegar los tiempos adversos no pensaron más que en huir, en vez de defenderse, esperando que, fatigados sus pueblos por la insolencia del vencedor, no dejarían de llamarlos otra vez. Semejante partido sólo es bueno cuando faltan los otros. Pero abandonar éstos por aquél es cosa malísima, pues un príncipe no debería caer nunca por haber creído contar más tarde con alguien que lo recibiera. Ello no suele ocurrir o si ocurre no dará al príncipe ninguna seguridad, por cuanto esa especie de defensa es vil y no depende de él. Las únicas defensas buenas, ciertas y durables son las que dependen del príncipe mismo y de su propio valor.