CAPÍTULO VIII
DE LOS QUE LLEGARON A PRÍNCIPES POR MEDIO DE MALDADES
Supuesto que aquel que de simple particular asciende a príncipe, lo puede hacer todavía de otros dos modos, sin deberlo todo al valor o a la fortuna, no conviene omita yo tratar de uno y de otro de esos dos modos, aun reservándome discurrir con más extensión sobre el segundo, al ocuparme de las repúblicas. El primero es cuando un hombre se eleva al principado por una vía malvada y detestable, el segundo cuando se eleva con el favor de sus conciudadanos. En cuanto al primer modo, la historia presenta dos ejemplos notables: uno antiguo y otro moderno. Me ceñiré a citarlos, sin profundizar demasiado la cuestión, porque soy de parecer que enseñan bastante por sí solos si cualquiera estuviese en el caso de imitarlos.
El primer ejemplo es el del siciliano Agátocles, quien, habiendo nacido en una condición, no sólo común y ordinaria, mas también baja y vil, llegó a empuñar, sin embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había llevado en todas las circunstancias una conducta reprensible. Pero sus perversas acciones iban acompañadas de tanto vigor de cuerpo y de tanta fortaleza de ánimo, que habiéndose dedicado a la profesión de las armas, ascendió, por los diversos grados de la milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se vio elevado a este puesto resolvió hacerse príncipe, y retener con violencia, sin debérselo a nadie, la dignidad que le había concedido el libre consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse entendido sobre el asunto con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una mañana al Senado y al pueblo en Siracusa, como si tuviera que deliberar con ellos sobre cosas importantes para la república y, dando en aquella asamblea a los soldados la señal convenida, les mandó matar a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos que allí se hallaban. Librado de ambos estorbos de su ambición, ocupó y conservó el principado de Siracusa, sin que se encendiera contra él ninguna guerra civil. Aunque después fue dos veces derrotado, y aun sitiado, por los cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que, además, dejó una parte de sus tropas custodiándola, y marchó a actuar a África con otra. De esta suerte, en poco tiempo libró a la cercada Siracusa, y puso en tal aprieto a los cartagineses, que se vieron forzados a tratarle de potencia a potencia, se contentaron con la posesión de África, y le abandonaron enteramente a Sicilia. Donde se advierte, reflexionando sobre la decisión y las hazañas de Agátocles, que nada o casi nada puede atribuirse a la fortuna. No por el favor ajeno, como indiqué más arriba, sino por medio de los grados militares, adquiridos a costa de muchas fatigas y de muchos riesgos, consiguió la soberanía, y, si se mantuvo en ella merced a multitud de acciones temerarias, pero llenas de resolución, no cabe, ciertamente, aprobar lo que hizo para lograrla. La traición de sus amigos, la matanza de sus conciudadanos, su absoluta falta de religión, son, en verdad, recursos con los que se llega a adquirir el dominio, mas nunca gloria. No obstante, si consideramos el valor de Agátocles en la manera como arrostró los peligros y salió triunfante de ellos, y la sublimidad de su alma en soportar y en vencer los acontecimientos que le eran más adversos, no vemos por qué conceptuarle como inferior al mayor campeón de diferente especie moral a la suya. Por desdicha, su inhumanidad despiadada y su crueldad feroz son maldades evidentes que no permiten alabarle, como si mereciera ocupar un lugar eminente entre los hombres insignes. Pero repito que no puede atribuirse a su valor o a su fortuna lo que adquirió sin el uno y sin la otra.
El segundo ejemplo, más inmediato a nuestros tiempos, es el de Oliverot de Fermo. Educado en su niñez por su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste más tarde en la tropa del capitán Pablo Viteli, a fin de que allí llegase, bajo semejante maestro, a alguna alta graduación en las armas. Habiendo muerto después Pablo, y sucediéndole en el mando su hermano Viteloro, a sus órdenes peleó Oliverot, y como, amén de robusto y valiente, era inteligentísimo, llegó a ser en breve plazo el primer hombre de su ejército. Juzgando entonces cosa servil su permanencia en él, confundido entre el vulgo de los capitanes, concibió el proyecto de apoderarse de Fermo, con ayuda de Viteloro y de algunos ciudadanos de aquella ciudad que amaban más la esclavitud que la libertad de su país. Para mejor llevar a cabo su plan escribió, ante todo, a su tío Juan Fogliani. En la carta le decía ser muy natural, al cabo de tan prolongada ausencia, que quisiera abrazarle, ver de nuevo su patria, volver a Fermo y reconocer en algún modo su patrimonio. Le añadía que, en efecto, regresaba, pero que, no habiéndose fatigado, durante tan larga separación, más que para adquirir algún honor y deseando mostrar a sus compatriotas que no había perdido el tiempo en tal respecto, creía deber presentarse con cierto atuendo, acompañado de amigos suyos, de varios servidores y de cien soldados de a caballo. Por ende, le rogaba hiciera de modo que los ciudadanos de Fermo le acogiesen con distinción «atendiendo a que semejante recibimiento no sólo le honraría a él mismo, sino que redundaría también en gloria del tío, su segundo padre y su primer preceptor». Juan no dejó de hacer los favores que solicitaba, y a los que le parecía ser acreedor su sobrino. Procuró que los ciudadanos de Fermo le recibiesen con gran honra, y le alojó en su palacio. Oliverot, luego de haberlo dispuesto todo para la maldad que había premeditado, dio en el palacio un espléndido banquete, al que invitó a Juan Fogliani y a las personas de más viso de la población. Al final del convite, y cuando conforme al uso de entonces, se departía sobre cosas de que se habla comúnmente en la mesa, Oliverot hizo recaer diestramente la conversación sobre la grandeza de Alejandro VI y de su hijo César Borgia, como asimismo sobre sus empresas. Mientras él respondía a los discursos de los otros, y los otros contestaban a los suyos, se levantó de repente, manifestando ser aquella una materia de que no debía hablarse más que en apartado sitio, y se retiró a un cuarto particular, al que Fogliani y las demás personas de viso le siguieron. Apenas se hubieron sentado allí cuando, por salidas ignoradas de ellos, entraron diversos soldados, que los degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Terminada la matanza, Oliverot montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar al primer magistrado en su propio alcázar, y los habitantes de Fermo, poseídos de súbito e inaudito temor, se vieron obligados a obedecerle, y a formar un nuevo Gobierno, del que se constituyó soberano. Desembarazado por tal arte de todos aquellos hombres cuyo descontento podía serle fatal, fortificó su autoridad con nuevos estatutos civiles y militares, de suerte que, por espacio del año que conservó su soberanía, no sólo se mantuvo seguro en la ciudad de Fermo, sino que además, se hizo respetar y temer de sus vecinos, y hubiera sido tan perdurable como Agátocles, si no se hubiese dejado engañar por César Borgia, cuando, en Sinigaglia, sorprendió éste, como indiqué ya, a los Ursinos y a los Vitelios. Aprehendido con éstos el propio Oliverot en aquella ocasión, un año después de su parricidio, le ahorcaron en compañía de Viterolo, que había sido su mentor de audacia y de maldad.
Podría preguntarse por qué Agátocles, Oliverot y algún otro de la misma especie lograron, a pesar de tantas traiciones y de tamañas crueldades, vivir largo tiempo seguros en su patria, y defenderse de los enemigos exteriores, sin seguir siendo traidores y crueles. También podría preguntarse por qué sus conciudadanos no se conjuraron nunca contra ellos, al paso que otros, empleando iguales recursos no consiguieron conservarse jamás en sus Estados, ni en tiempo de paz, ni en tiempo de guerra. Creo que esto dimana del uso bueno o malo que se hace de la traición y de la crueldad. Permítame llamar buen uso de los actos de rigor el que se ejerce con brusquedad, de una vez y únicamente por la necesidad de proveer a la seguridad propia, sin continuarlos luego, y tratando a la vez de encaminarlos cuanto sea posible a la mayor utilidad de los gobernados. Los actos de severidad mal usados son aquellos que, pocos al principio, van aumentándose y se multiplican de día en día, en vez de disminuirse y de atenerse a su primitiva finalidad. Los que se atienen al primer método, pueden, con los auxilios divinos y humanos, remediar, como Agátocles, su situación, en tanto que los demás no es posible que se mantengan. Es menester, pues, que el que adquiera un Estado ponga atención en los actos de rigor que le es preciso ejecutar, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de no verse obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos, tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente, haciéndoles bien. El que obra de otro modo, por timidez o guiado por malos consejos, se ve forzado de continuo a tener la cuchilla en la mano, y no puede contar nunca con sus súbditos, porque estos mismos, que le saben obligado a proseguir y a reanudar los actos de severidad, tampoco pueden estar jamás seguros con él. Precisamente porque semejantes actos han de ejecutarse todos juntos porque ofenden menos, si es menor el tiempo que se tarda en pensarlos; los beneficios, en cambio, han de hacerse poco a poco, a fin de que haya lugar para saborearlos mejor. Así, un príncipe debe, ante todas las cosas, conducirse con sus súbditos de modo que ninguna contingencia, buena o mala, le haga variar, dado que, si sobrevinieran tiempos difíciles y penosos, no le quedaría ya ocasión para remediar el mal, y el bien que hace entonces no se convierte en provecho suyo, pues lo miran como forzoso, y no sé lo agradecen.