Vengamos al segundo modo con que un particular llega a hacerse príncipe, sin valerse de nefandos crímenes, ni de intolerables violencias. Es cuando, con el auxilio de sus conciudadanos, llega a reinar en su patria. A este principado lo llamo civil. Para adquirirlo, no hay necesidad alguna de cuanto el valor o la fortuna pueden hacer sino más bien de cuanto una acertada astucia puede combinar. Pero nadie se eleva a esta soberanía sin el favor del pueblo o de los grandes.
En toda ciudad existen dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado y oprimido por los grandes, y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. Del choque de ambas inclinaciones dimana una de estas tres cosas: o el establecimiento del principado, o el de la república, y el de la licencia y la anarquía. En cuanto al principado, su establecimiento se promueve por el pueblo o por los grandes, según que uno u otro de estos dos partidos tengan ocasión para ello.
Si los grandes ven que no les es posible resistir al pueblo, comienzan por formar una gran reputación a uno de ellos y, dirigiendo todas las miradas hacia él, acaban por hacerle príncipe, a fin de poder dar a la sombra de su soberanía, rienda suelta a sus deseos. El pueblo procede de igual manera con respecto a uno solo, si ve que no les es posible resistir a los grandes, a fin de que le proteja con su autoridad.
El que consigue la soberanía con el auxilio de los grandes se mantiene en ella con más dificultad que el que la consigue con el del pueblo, porque, desde que es príncipe, se ve cercado de muchas personas que se tienen por iguales a él, no puede mandarlas y manejarlas a su discreción. Pero el que consigue la soberanía con el auxilio del pueblo se halla solo en su exaltación y, entre cuantos le rodean no encuentra ninguno, o encuentra poquísimos que no estén prontos a obedecerle.
Por otra parte, es difícil, con decoro y sin agraviar a los otros, contentar los deseos de los grandes. Pero se contentan fácilmente los del pueblo, porque los deseos de éste llevan un fin más honrado que el de los grandes en atención a que los grandes quieren oprimir, el pueblo sólo quiere no ser oprimido.
Añádase a lo dicho que si el pueblo es enemigo del príncipe, éste no se verá jamás seguro, pues el pueblo se compone de un número grandísimo de hombres, mientras que, siendo poco numerosos los grandes, es posible asegurarse de ellos más fácilmente.
Lo peor que el príncipe puede temer de un pueblo que no le ama, es ser abandonado por él. Pero, si le son contrarios los grandes, debe temer no sólo verse abandonado sino también atacado y destruido por ellos, que teniendo más previsión y más astucia que el pueblo, emplean bien el tiempo para salir del apuro, y solicitan dignidades de aquel que esperan ver sustituir al príncipe reinante.
Además, el príncipe se ve obligado a vivir siempre con un mismo pueblo, al paso que le es factible obrar sin unos mismos grandes, puesto que está en su mano hacer otros nuevos y deshacerlos todos los días, como también darles crédito, o quitarles el de que gozan, cuando le venga en gana.
Para aclarar más lo relativo a los grandes, digo que deben considerarse en dos aspectos principales: o se conducen de modo que se unan en un todo con la fortuna o proceden de modo que se pasen sin ella. Los primeros, si no son rapaces deben ser estimados y honrados. Los segundos, que no se ligan al príncipe personalmente, pueden considerarse en otros dos aspectos. Unos obran así por pusilanimidad o falta de ánimo, y entonces el príncipe debe servirse de ellos como de los primeros, especialmente cuando le den buenos consejos, porque le son fieles en la prosperidad e inofensivos en la adversidad. Pero los que obran por cálculo o por ambición, manifiestan que piensan más en él que en su soberano, y éste debe prevenirse contra ellos y mirarlos como a enemigos declarados, porque en la adversidad ayudarán a hacerle caer.
Un ciudadano llegado a príncipe por el favor del pueblo ha de tender a conservar su afecto, lo cual es fácil, ya que el pueblo pide únicamente no ser oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe con el auxilio de los grandes y contra el voto del pueblo, ha de procurar conciliárselo, tomándolo bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de quien no esperan más que mal, se apoyan más y más en él. Así, el pueblo sometido por un príncipe nuevo, que se erige en bienhechor suyo, le coge más afecto que si él mismo, por benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía. Luego el príncipe puede captarse al pueblo de varios modos, pero tan numerosos y dependientes de tantas circunstancias variables, que me es imposible formular una regla fija y cierta sobre el asunto, y me limito a insistir en que es necesario que el príncipe posea el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de apoyo en la adversidad. Nabis, príncipe nuevo entre los espartanos, resistió el sitio de todas las tropas griegas y de un ejército romano curtido en las victorias y resistió fácilmente contra ambas fuerzas su patria y su Estado, por bastarle, al acercarse el peligro, asegurarse de un corto número de enemigos interiores. Pero no hubiera logrado tamaños triunfos, si hubiera tenido al pueblo por enemigo.
Y no se crea impugnar la opinión que estoy sentando aquí con objetarme el tan repetido adagio de que quien fía en el pueblo edifica sobre arena. Confieso ser esto verdad para un ciudadano privado que, satisfecho con semejante fundamento, creyera que el pueblo le libraría, si le viera oprimido por sus enemigos o por los magistrados. En tal caso, podría engañarse a menudo en sus esperanzas, como ocurrió a los Gracos en Roma, y a Jorge Scali en Florencia. Pero, si el que se funda en el pueblo, es príncipe suyo, y puede mandarle, y es hombre de corazón, no se atemorizará en la adversidad. Como haya tomado las disposiciones oportunas y mantenido, con sus estatutos y con su valor, el de la generalidad de los ciudadanos, no será engañado jamás por el pueblo, y reconocerá que los fundamentos que se ha formado con éste, son buenos. Porque las soberanías de esta clase sólo peligran cuando se las hace subir del orden civil al de una monarquía absoluta, en que el príncipe manda por sí mismo, o por intermedio de sus magistrados. En el último caso, su situación es más débil y más temerosa, por depender enteramente de la voluntad de los que ejercen las magistraturas, y que pueden arrebatarle sin gran esfuerzo el Estado, ya sublevándose contra él, ya no obedeciéndole. En los peligros, semejante príncipe no encuentra ya razón para recuperar su omnímoda autoridad por cuanto los súbditos, acostumbrados a recibir las órdenes directamente de los magistrados, no están dispuestos, en tales circunstancias criticas, a obedecer a las suyas y, en tiempos tan dudosos, carece siempre de gentes en quienes pueda fiarse. No se halla en el caso de los momentos pacíficos, en que los ciudadanos necesitan del Estado, porque entonces todos se mueven, prometen y quieren morir por él, en atención a que ven la muerte remota. Pero en épocas revueltas, cuando el Estado más necesita de los ciudadanos, son poquísimos los que le secundan. Y la experiencia es tanto más peligrosa, cuanto que no cabe hacerla más que una vez. Por ende, un soberano prudente debe imaginar un método por el que sus gobernados tengan de continuo, en todo evento y en circunstancia de cualquier índole, una necesidad grandísima de su principado. Es el medio más seguro de hacérselos fieles para siempre.