Nicolás Maquiavelo (en italiano Niccolò di Bernardo dei Machiavelli) (*3 de mayo de 1469 San Casciano in Val di Pesa - †21 de junio de 1527 Florencia) fue un hombre político, diplomático, filósofo, historiador, poeta y autor teatral italiano. Originario de Florencia, fue un actor importante en el Renacimiento italiano, en particular en su componente política. Es considerado como el fundador de la filosofía política moderna y uno de sus principales exponentes.

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                          C XXVI EXHORTACIÓN PARA LIBRAR A ITALIA DE LOS BÁRBAROS

                          CAPÍTULO XXVI

                          EXHORTACIÓN PARA LIBRAR A ITALIA DE LOS BÁRBAROS

                          Después de haber meditado sobre cuantas cosas acaban de exponerse, me he preguntado a mí mismo si existen ahora en Italia circunstancias tales que un príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria y si se halla en la nación cuanto es necesario para proporcionar a aquel a quien la naturaleza hubiera dotado de un gran valor y de una prudencia poco común la ocasión de introducir aquí una nueva manera de gobernar por la que, honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los italianos. La conclusión de mis reflexiones en la materia es que tantas cosas parecen concurrir en Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura más propicia para semejante empresa. Porque si, como ya dije, fue necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto para que pudiese apreciar el valor y los raros talentos de Moisés, que los persas gimiesen bajo el duro dominio de los medos para que conociesen la grandeza y la magnanimidad de Ciro, que los atenienses experimentasen los inconvenientes de la vida errante y vagabunda para que comprendiesen vivamente la magnitud de los beneficios de Teseo, así también, para apreciar el mérito de un libertador de Italia, ha sido preciso que ésta se haya visto traída al miserable estado en que está ahora. Sus habitantes, en efecto, se han encontrado más ferozmente vejados que el pueblo de Israel, más cruelmente maltratados que los persas, más extensamente dispersados que los atenienses. Sin jefes y sin estatutos, han sufrido de los extranjeros todo género de robos, despojos, desgarramientos, vejaciones, desolaciones y ruinas.

                          Aunque en los tiempos corridos hasta hoy se haya notado en este o en aquel hombre algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios para la redención de Italia, no tardó en advertirse que la fortuna no le acompañaba en sus más sublimes acciones, antes le reprobaba de una manera tal que, continuando la nación exánime, aguarda todavía un salvador que la cure de sus heridas y que ponga fin a los destrozos y a los saqueos de la Lombardía no menos que a los pillajes y a las matanzas del reino de Nápoles. La vemos rogando a Dios que le envíe a alguno que la redima de las crueldades y de los ultrajes que los bárbaros le infirieron. Por abatida que esté, la encontramos en disposición de seguir una bandera si hay quien la despliegue y enarbole. Pero en el día no encontramos en qué elemento prestigioso podría poner sus esperanzas si no es en la ilustre casa a que pertenecéis. Vuestra familia, elevada por el valor y por la suerte a los favores de Dios y de la Iglesia, a la que ha dado un príncipe en la persona del insigne León X, es la única capaz de emprender nuestra redención. Ello no os será difícil si tenéis presentes en el ánimo las acciones y los ejemplos de los eminentes príncipes que he nombrado. Aunque los varones de su temple hayan sido raros y maravillosos, no por eso fueron menos hombres, y ninguno de ellos tuvo tan propicia ocasión como la del tiempo presente. Sus empresas no fueron más justas ni más fáciles que la que os indico, y Dios no les fue más favorable de lo que es a vuestra causa. Nunca sobrevino justicia tan sobresaliente, porque una guerra es legítima por el mero hecho de ser necesaria, y es un acto de humanidad cuando no queda esperanza más que en ella. Ni cabe facilidad mayor siendo grandísimas las disposiciones de los pueblos y con tal que éstas abarquen algunas de las instituciones que por modelo os propuse.

                          Fuera de estos socorros, sucesos extraordinarios y sin ejemplo parecen dirigidos patentemente por Dios mismo. El mar se abrió, la nube os mostró el camino, la peña abasteció de agua, el maná cayó del cielo. Todo concurre al acrecentamiento de vuestra grandeza, y lo demás debe ser obra propia vuestra. Dios no quiere hacerlo todo, para no privarnos de nuestro libre albedrío ni quitarnos una parte de la obra que en nuestro bien redundará. No es sorprendente que hasta la hora de ahora ninguno de cuantos italianos he citado haya sido capaz de llevar a cumplido término lo que cabe esperar de vuestra esclarecida estirpe. Si en las numerosas revoluciones de nuestro país y en tantas maniobras guerreras pareció siempre que se había extinguido la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que no eran buenas sus instituciones y de no haber nadie que supiera inventar otras nuevas. Nada honra tanto a un hombre recién elevado al dominio político como las nuevas instituciones por él ideadas, las cuales, si se basan en buenos fundamentos y llevan algo grande en sí mismas, le hacen digno de respeto y de admiración.

                          Actualmente no carece Italia de cuanto es preciso para introducir en ella formas militares legales y políticas de toda especie. Lo sobra valor, que, aun faltándole a los jefes, permanecía con eminencia en los soldados. En los desafíos y en los combates de un corto número de contendientes, los italianos se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio a sus enemigos. Si no se manifiestan así en los ejércitos, la única causa estriba en la debilidad de sus capitanes, pues los que la conocen no quieren obedecer, y cada cual cree conocerla. Hasta nuestros días no hubo, en efecto, varón alguno de bastante prestancia por su valor y por su fortuna para que los otros se le sometiesen de modo incondicional. De aquí proviene el que durante tan largo transcurso de tiempo y en tan crecida abundancia de guerras hechas durante los veinte últimos años, siempre que se dispuso de un ejército exclusivamente italiano, se desgració sin remisión, como se vio primero en Faro y sucesivamente en Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri. Si, pues, vuestra ilustre casa quiere imitar a los perínclitos varones que libertaron sus provincias, ante todas cosas será bien que os proveáis de ejércitos únicamente vuestros, ya que no hay soldados más fieles que los propios, y, si cada uno en particular es bueno, todos juntos serán mejores desde que se vean asistidos, mandados y honrados por su príncipe. Conviene en tal concepto proporcionarse ejércitos de esa índole, a fin de poder defenderse de los extranjeros con una bizarría genuinamente italiana.

                          Aunque las infanterías suiza y española tienen fama de terribles, adolecen una y otra de un defecto capital, a causa del cual un tercer género de tropas no solamente las resistiría, sino que lograría vencerlas. Los suizos temen a la infantería contraria cuando se encuentran con una que pelea con tanta obstinación como ellos, y los españoles resisten con suma dificultad los asaltos de la caballería. Por ello se ha visto a la infantería suiza abrumada por la española, y a ésta realizar esfuerzos increíbles, casi sobrehumanos, para sostenerse contra los ataques de la caballería francesa. Por más que no poseamos todavía la prueba íntegramente experimental del hecho, algo de eso se vio en la batalla de Ravena, cuando los infantes españoles llegaron a las manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que las suizas. Los españoles, ágiles de cuerpo y escudados por sus brazaletes, penetraron por entre las picas de los alemanes, sin dejarles medio alguno posible de defensa, y a no haberles embestido la caballería los hubieran acuchillado a todos. Así, una vez reconocido el inconveniente de ambas infanterías, cabe imaginar una nueva que resista bien a la caballería y a la que no amedrenten las fuerzas de la misma arma, lo que se conseguirá no de esta o de aquella nación de combatientes, sino cambiando el modo de guerrear. Se trata de invenciones que, tanto por novedad como por sus beneficios, darán reputación y procurarán gloria a un príncipe nuevo.

                          Después de tantos años de expectación inquietante, Italia espera que aparezca, al fin, su redentor en el tiempo presente. No puedo expresar con cuánta fe, con cuánto amor, con cuánta piedad, con cuántas lágrimas de alegría será recibido en todas las provincias que han sufrido los desmanes de los extranjeros. ¿Qué puertas estarían cerradas para él? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué italiano no le seguiría? Todos se hallan cansados de la dominación bárbara. Acepte, pues, vuestra ilustre casa este proyecto de restauración nacional con la audacia y con la confianza qne infunden las empresas legítimas, a fin de que la patria se reúna bajo vuestras banderas y de que bajo vuestros auspicios se cumpla la predicción del Petrarca: El valor pelear á con furia, y el combate será corto, porque el denuedo antiguo aún no ha muerto en los corazones de los italianos.