Nicolás Maquiavelo (en italiano Niccolò di Bernardo dei Machiavelli) (*3 de mayo de 1469 San Casciano in Val di Pesa - †21 de junio de 1527 Florencia) fue un hombre político, diplomático, filósofo, historiador, poeta y autor teatral italiano. Originario de Florencia, fue un actor importante en el Renacimiento italiano, en particular en su componente política. Es considerado como el fundador de la filosofía política moderna y uno de sus principales exponentes.

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                          CXIX EL PRÍNCIPE DEBE EVITAR SER ABORRECIDO Y DESPRECIADO

                          CAPITULO XIX

                          EL PRÍNCIPE DEBE EVITAR SER ABORRECIDO Y DESPRECIADO

                          Habiendo considerado todas las dotes que deben adornar a un príncipe, quiero, después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras, al menos de un modo general y brevemente, estatuyendo que el príncipe debe evitar lo que pueda hacerle odioso y menospreciable. Cuantas veces lo evite, habrá cumplido con su obligación, y no hallará peligro alguno en cualquiera otra falta en que llegue a incurrir. Lo que más que nada le haría odioso sería mostrarse rapaz, usurpando las propiedades de sus súbditos, o apoderándose de sus mujeres, de lo cual ha de abstenerse en absoluto. Mientras no se guite a la generalidad de los hombres sus bienes o su honra, vivirán como si estuvieran contentos, y no hay ya más que preservarse de la ambición de un corto número de individuos, ambición reprimible fácilmente de muchos modos.

                          Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime e irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de semejante reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus actos se advierta constancia, gravedad, virilidad, valentía y decisión. Cuando pronuncie juicio sobre las tramas de sus súbditos, determínese a que sea irrevocable su sentencia. Finalmente, es preciso que los mantenga en una tal opinión de su perspicacia, que ninguno de ellos abrigue el pensamiento de engañarle o de envolverle en intrigas. El príncipe logrará esto, si es muy estimado, pues difícilmente se conspira contra el que goza de mucha estimación. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con gusto, con tal, empero, que sea un excelente príncipe, y que le veneren sus gobernados.

                          Dos cosas ha de temer el príncipe son a saber: 1) en el interior de su Estado, alguna rebelión de sus súbditos; 2) en el exterior, un ataque de alguna potencia vecina. Se preservará del segundo temor con buenas armas, y, sobre todo, con buenas alianzas, que logrará siempre con buenas armas. Ahora bien: cuando los conflictos exteriores están obstruidos, lo están también los interiores, a menos que los haya provocado ya una conjura. Pero, aunque se manifestara exteriormente cualquier tempestad contra el príncipe que interiormente tiene bien arreglados sus asuntos, si ha vivido según le he aconsejado, y si no le abandonan sus súbditos, resistirá todos los ataques foráneos, como hemos visto que hizo Nabis, el rey lacedemonio.

                          Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de que nada se maquine contra él desde afuera, podrá temer que se conspire ocultamente dentro. Pero esté seguro de que ello no acaecerá, si evita ser aborrecido y despreciado, y si, como antes expuse por extenso, logra la ventaja esencial de que el pueblo se muestre contento de su gobernación. Por consiguiente, uno de los más poderosos preservativos de que contra las conspiraciones puede disponer el soberano, es no ser aborrecido y despreciado de sus súbditos, porque al conspirador no le alienta más que la esperanza de contentar al pueblo, haciendo perecer al príncipe. Pero cuando tiene motivos para creer que ofendería con ello al pueblo, le falta la necesaria amplitud de valor para consumar su atentado, pues avizora las innumerables dificultades que ofrece su realización. La experiencia enseña que hubo muchas conspiraciones, y que pocas obtuvieron éxito, porque, no pudiendo obrar solo y por cuenta propia el que conspira, ha de asociarse únicamente a los que juzga descontentos. Mas, por lo mismo que ha descubierto a uno de ellos, le ha dado pie para contentarse por sí mismo, ya que al revelar al príncipe la trama que se le ha confiado, bástale para esperar de él un buen premio. Y como de una parte encuentra una ganancia segura, y de otra parte una empresa dudosa y llena de peligros, para que mantenga la palabra que dio a quien le inició en la conspiración será menester, o que sea un amigo suyo como hay pocos, o un enemigo irreconciliable del príncipe.

                          Para reducir la cuestión a breves términos, haré notar que del lado del conjurado todo es recelo, sospecha y temor a la pena que le impondrán, si fracasa, mientras que del lado del príncipe están las leyes, la defensa del Estado, la majestad de su soberanía y la protección de sus amigos, de suerte que, si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es casi imposible que nadie sea lo bastante temerario para conspirar. Si todo conjurado, antes de la ejecución de su plan, siente comúnmente miedo de que se malogre, lo sentirá mucho más en tal caso, pues, aun triunfando, tendrá por enemigo al pueblo, y no le quedará entonces ningún refugio. Sobre esto podría citar infinidad de ejemplos, pero me ciño a uno solo, cuya memoria nos trasmitieron nuestros padres. Siendo Aníbal Bentivoglio (abuelo del Aníbal de hoy día) príncipe de Bolonia, le asesinaron los Cannuchis (1445), familia rival suya, a continuación de una conjura, y cuando estaba todavía en mantillas su hijo único Juan. Naturalmente, éste no podía vengarle, pero el pueblo se sublevó acto seguido contra los asesinos y les mató atrozmente. Fue un efecto lógico de la simpatía popular que los Bentivoglio se habían ganado en Bolonia por aquellos tiempos, simpatía tan grande, que, no disponiendo ya la ciudad de persona alguna de dicha casa que, muerto Aníbal, pudiera regir el Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la misma familia, hijo de un modesto artesano, fueron en busca suya, y le confirieron el mando de su comunidad, que rigió de hecho hasta que Juan llegó a edad de gobernar de derecho por sí mismo. De donde se deduce que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones, cuando le manifiesta buena voluntad el pueblo, al paso que si éste le es contrario, y le odia, le sobran motivos para temerlas en cualquier ocasión y de parte de cualquier individuo.

                          Los príncipes sabios y los Estados bien ordenados cuidaron siempre tanto de contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de reducirlos a la desesperación. Es esta una de las cosas más importantes a que debe atender el príncipe. Uno de los reinos mejor concertados y gobernados de nuestra época es Francia. Se halla allí una infinidad de excelentes estatutos, el primero de los cuales es el Parlamento y la amplitud de su autoridad, estatutos a que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad del rey. Conociendo el fundador del actual orden político la ambición e insolencia de los nobles, juzgando ser preciso ponerles un freno que los contuviese, sabiendo, por otra parte, cuánto les aborrecía el pueblo, a causa del miedo que les tenía y deseando sin embargo sosegarlos no quiso que quedase a cargo particular del monarca esa doble tarea. A fin de quitarle esta preocupación, que podía repartir con la aristocracia, y de favorecer a la vez a los nobles y al pueblo, estableció por juez a un tercero, que, sin participación directa del monarca, reprimiera a los primeros y beneficiase al segundo. No cabe imaginar disposición alguna más prudente, ni mejor medio de seguridad para el príncipe y para la nación. Y de aquí infiero la notable consecuencia de que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas, y reservarse a si mismos las de gracia, estimando siempre a los nobles, pero sin hacerse nunca odiar del pueblo.

                          Al considerar la vida y la muerte de diversos emperadores romanos, quizá crean muchos que existen ejemplos contrarios a mi opinión. Tal César, en efecto, perdió el imperio, y tal otro fue asesinado por los suyos, conjurados contra él, a pesar de haber procedido con rectitud y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a semejante objeción, examinaré las dotes personales de aquellos emperadores, y probaré que la causa de su ruina no se diferencia de la misma contra la que he querido preservar a mi príncipe, y haré cuenta de ciertas cosas que no han de omitir los que leen las historias de tales épocas. Para ello me bastará limitarme a los Césares que se sucedieron en el imperio desde Marco Aurelio hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Septimio Severo, su hijo Caracalla, Máximo, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.

                          Notemos, ante todo, que en principados de otra especie que el suyo, apenas hay que luchar más que contra la ambición de los grandes y contra la violencia de los pueblos, mientras que los emperadores romanos tropezaban, además, con un tercer obstáculo, la avaricia y la crueldad de los soldados, obstáculo de tan difícil remoción, que muchos se desgraciaron en ello. No es, en efecto, fácil contentar a la vez a los soldados y al pueblo porque el pueblo es amigo del descanso y lo es asimismo el príncipe de moderada condición, al paso que los soldados quieren un príncipe que tenga espíritu marcial, y que sea rapaz, cruel e insolente. La voluntad de los soldados del imperio era que su príncipe ejerciera sobre la plebe tan funestas disposiciones, para obtener una paga doble, y para dar rienda suelta a su codicia, de lo cual resultaba que los emperadores a quienes no se consideraba capaces de imponer respeto al ejército y al pueblo, quedaban siempre vencidos. Los más de ellos, especialmente los que habían ascendido a la soberanía en calidad de príncipes nuevos, conocieron cuán arduo resultaba conciliar ambas cosas, y abrazaron el partido de contentar a los soldados, sin temer mucho ofender al pueblo, por casi no serles posible obrar de otro modo. No pudiendo los príncipes evitar que les aborrezcan unos cuantos, han de esforzarse, ante todo, en que no les aborrezca el mayor número. Pero, cuando tampoco les es dable conseguir este fin, deben precaverse, mediante todo linaje de expedientes del odio de la clase más poderosa.

                          Así, aquellos emperadores que, en razón de ser nuevos, necesitaban de extraordinarios favores, se apegaron con más gusto al ejército que al pueblo, lo cual se convertía en su beneficio o en su daño, según la mayor o menor reputación que sabían conservar en el concepto de sus tropas. Tales fueron las causas de que Pertinax y Alejandro Severo, a pesar de ser tan moderados en su conducta, tan amantes de la justicia, tan enemigos de la crueldad, tan buenos y tan humanos como Marco Aurelio, cuyo fin fue feliz, tuviesen, sin embargo, uno muy desdichado. Únicamente Marco Aurelio vivió y murió venerado de todos, por haber sucedido al emperador por derecho hereditario, y por no hallarse en la necesidad de portarse como si debiera su trono al ejército o al pueblo. Dotado, por otra parte, de muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo siempre al ejército y al pueblo dentro de justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado nunca. Por el contrario, Pertinax, nombrado emperador contra la voluntad de los soldados, que, bajo el imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, quiso reducirlos a una vida decente, que se les hacía insoportable, lo que engendró en ellos odio contra su persona, odio a que se unió el desprecio, a causa de ser viejo, y, en los comienzos de su reinado, le asesinaron sus tropas. Este ejemplo nos pone en el caso de observar que el príncipe se hace aborrecer tanto con nobles como con perversas acciones, y por eso indiqué que, si quiere conservar sus dominios, se halla con frecuencia obligado a no ser bueno. Si la mayoría de hombres (grandes, soldados o pueblo) de que necesita para sostenerse, está corrompida, debe seguirle el humor, y contentarla, pues las nobles acciones que entonces realizara, se volverían contra él mismo. Alejandro Severo era un hombre de bondad tamaña, que, entre las demás alabanzas que se le prodigaron, se encuentran las de que, en los catorce años que reinó, no hizo morir a nadie sin juicio. Empero, habiéndose conjurado en contra suyo el ejército, pereció a sus golpes, por haberle tornado despreciable su fama de hombre de genio débil, y que se dejaba gobernar por su madre.

                          Comparando las buenas prendas de aquellos príncipes con el carácter y con la conducta de Cómodo, Septimio Severo, Caracalla y Maximino, hallamos a los últimos sumamente rapaces y crueles. Para contentar a los soldados, no perdonaron al pueblo injuria alguna, y todos, menos Septimio Severo, murieron desgraciadamente. Pero éste poseía tanto valor, que, conservando en favor suyo el afecto de los soldados, pudo, aun oprimiendo al pueblo, reinar con toda felicidad. Sus dotes le hacían tan admirable en el concepto de unos y del otro, que los primeros le admiraban hasta el paroxismo, y el segundo le respetaba y permanecía contento. Pero, como las acciones de Septimio Severo tuvieron tanta grandeza cuanta podían tener en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente ejercer de león y de zorra, lo cual es indispensable a un soberano, como ya llevo dicho. Habiendo conocido Septimio Severo la cobardía de Desiderio Juliano, que acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al ejército, que estaba bajo su mando en Esclavonia, a que haría bien en marchar a Roma, para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por la guardia pretoriana. Queriendo con tal pretexto mostrar que no aspiraba al imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia, antes que nadie se hubiese enterado siquiera de su partida. Entrado que hubo en Roma, forzó al Senado, atemorizado, a nombrarle emperador, y fue muerto Desiderio Juliano, al que se había conferido aquella dignidad. Después de este primer principio le quedaban a Septimio Severo dos dificultades que vencer, para constituirse en señor de todo el Imperio. La primera estaba en Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador. La segunda se hallaba en Bretaña, y era su fautor Albino, que también aspiraba al imperio. Juzgando peligroso declararse a la vez enemigo de uno y de otro, resolvió engañar al segundo, mientras atacaba al primero. Al efecto, escribió a Albino para decirle que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería repartir con él aquella dignidad. Hasta le envió el título de César, después de haber hecho declarar al Senado que Septimio Severo tomaba por asociado a Albino, el cual tuvo por sinceros todos aquellos actos, y les prestó su adhesión. Pero, no bien Septimio Severo hubo vencido y muerto a Níger, y regresado a Roma, se quejó de Albino en pleno Senado, alegando que aquel colega, poco reconocido a los beneficios que recibiera de él, había intentado asesinarle a traición, por lo que se veía obligado a ir a castigar su ingratitud. Partió, pues, para Francia a su encuentro y le quitó el imperio con la vida. Donde se ve que Septimio Severo era a la vez un león ferocísimo y una zorra muy astuta, que consiguió que le temiesen y le respetaran todos, sin que le aborreciesen los soldados. No se extrañará, por ende, que, aun siendo príncipe nuevo, lograse conservar un imperio tan vasto. Su grandísima reputación le preservó del odio que hubieran podido tomarle los pueblos, a causa de sus rapiñas.

                          Pero su mismo hijo Caracalla, que se hacía llamar Alejandro y Antonio el Grande, fue también un hombre excelente en el arte de la guerra. Poseía bellísimas dotes, que le atraían la admiración de los pueblos y el amor de los soldados. Estos le querían, por ser un guerrero que sobrellevaba hasta el último límite todo género de fatigas, despreciaba los alimentos delicados, y desechaba las satisfacciones de la molicie. Pero le hicieron extremadamente odioso a todos sus continuas matanzas, pues, en muchas ocasiones, había hecho perecer una gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría, sobrepujando su ferocidad y su crueldad a cuanto se había visto hasta entonces. El temor que por él se sentía alcanzó a los mismos que le rodeaban, y un centurión le mató en presencia de su propio ejército. Con cuyo motivo conviene notar que semejantes atentados, cuyo golpe parte de un propósito deliberado y tenaz, no puede el príncipe evitarlos en modo alguno, porque al que tiene en poco la vida no le asusta dar a otro la muerte. Pero el príncipe no debe temer demasiado perecer de este modo, porque tales agresiones son rarísimas, y únicamente ha de cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que emplea, y en especial a los que tiene a su lado y a su servicio, como lo hizo Caracalla, que abandonó la custodia de su persona a un centurión, a cuyo hermano había mandado matar ignominiosamente, y que a diario amenazaba con vengarse. Temerario hasta ese punto, Caracalla no podía menos de ser asesinado, y lo fue.

                          Vengamos ahora a Cómodo, a quien tan fácil le hubiera sido conservar el trono, puesto que lo había adquirido, por herencia, de su padre. Le bastaba seguir las huellas de éste para contentar al pueblo y a los soldados. Pero, hombre de genio brutal, de condición perversa y de rapacidad inaudita, ejercitó ésta sin tasa sobre el pueblo, y, para favorecer al ejército, lo lanzó al libertinaje. Todo ello junto le tornó odioso al pueblo, y los soldados empezaron a menospreciarle, cuando le vieron rebajarse hasta el extremo de ir a luchar con los gladiadores en los circos, y de hacer otras cosas vilísimas y poco dignas de la majestad imperial. Aborrecido por una parte y despreciado por otra, se conjuraron contra él, y le asesinaron.

                          Maximino, cuyas cualidades me queda por exponer, fue un hombre muy belicoso. Elevado al imperio por algunos ejércitos disgustados de la molicie de Alejandro Severo, a quien antes aludí, no lo poseyó mucho tiempo, porque le hacían menospreciable y aborrecible dos cosas. Era la primera su bajo origen, pues había guardado rebaños en Tracia, lo cual nadie ignoraba, y le atraía general vilipendio. La otra era su reputación de hombre sanguinario. Durante las dilaciones de que usó después de su elección al imperio, para trasladarse a Roma, y tomar allí posesión del trono, ordenó a sus prefectos que cometiesen todo género de crueldades en las provincias. Indignado todo el mundo, así de la ruindad de su abolengo como del miedo que su ferocidad engendraba, resultó de esto que el África se sublevó contra él, y que luego el Senado, el pueblo romano e Italia entera conspiraba contra su persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y que no acababa de tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina. Fatigado de su crueldad, y temiéndole menos, desde que le veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.

                          Evito hablar de Heliogábalo, de Máximo y de Juliano, que, despreciables en un todo, perecieron muy poco después de elevados a la soberanía, y vuelvo a las consecuencias de este discurso, arguyendo que los príncipes de nuestra era no experimentan ya tanto esa dificultad de contentar a las tropas por medios extraordinarios. A pesar de los miramientos que con ellas están obligados a guardar, aquella dificultad se allana bien pronto, porque ninguno de nuestros príncipes tiene ningún cuerpo de ejército, que, por su larga residencia en las provincias, se amalgame con las autoridades y con las administraciones de éstas, como lo hacían las legiones del imperio romano. Si convenía entonces contentar más a los soldados que al pueblo, era porque los primeros podían más que el segundo. Hoy día, los términos se han invertido, y conviene contentar más al pueblo que a los soldados, porque aquél posee más poder que éstos. Hago excepción, sin embargo, del sultán de Turquía y del soldán de Egipto. El sultán, rodeado continuamente, como prenda de su fuerza y de su seguridad, de doce mil infantes y de quince mil caballos, y que no hace caso alguno del pueblo, se ve obligado a conservar en sus guardias el afecto hacia su persona. Sucede lo mismo con el soldán, que tampoco atiende en nada al pueblo, y cuya fuerza está depositada por entero en sus soldados, que ha de procurar no le pierdan cariño. Por cierto que el Estado del soldán es diferente de todas las soberanías, y que se asemeja no poco al Pontificado cristiano, que no es principado hereditario, ni nuevo. No heredan la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino un particular elegido por hombres que tienen facultad para ello. Sancionado de inmemorial este orden, el principado del soldán no puede llamarse nuevo, y no presenta ninguna de las dificultades que existen en las soberanías nuevas. El príncipe es nuevo, pero las constituciones de semejante Estado son antiguas, y están constituidas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho hereditario.

                          Volviendo al asunto, digo que, cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto, verá que el odio, o el menosprecio, o ambas cosas juntas, fueron la causa de la ruina de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué, habiendo obrado parte de ellos de una manera, y otra parte de la manera contraria, sólo dos correspondientes cada uno a cada manera, tuvieron un fin dichoso, mientras que los demás tuvieron un fin desastrado. Comprenderá, en fin, por qué Pertinax y Alejandro Severo quisieron imitar a Marco Aurelio, no sólo en balde, sino en perjuicio suyo, por no considerar que el último reinaba por derecho hereditario, al paso que ellos eran príncipes nuevos. Igualmente les fue adversa a Caracalla, a Cómodo y a Máximo su pretensión de imitar a Septimio Severo, por no hallarse dotados del valor suficiente para seguir sus huellas en todo. Así, un príncipe nuevo en una soberanía nueva no puede, sin peligro, imitar las acciones de Marco Aurelio, y no le es fácil, ni indispensable, imitar las de Septimio Severo. Debe, pues, tomar de éste cuantos procederes le sean necesarios para fundar y asegurar bien su Estado, y de aquél lo que hubo en su conducta de conveniente y de glorioso, para conservar un Estado ya fundado y asegurado.