CAPÍTULO XV
DE LAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS
Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus amigos y con sus súbditos. Muchos escribieron ya sobre esto, y, al tratarlo yo con posterioridad, no incurriré en defecto de presunción, pues no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin hacer indicaciones útiles para quienes las comprendan, he tenido por más conducente a este fin seguir en el asunto la verdad real, y no los desvaríos de la imaginación, porque muchos concibieron repúblicas y principados, que jamás vieron, y que sólo existían en su fantasía acalorada. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres, y cómo debieran vivir, que el que para gobernarlos aprende el estudio de lo que se hace, para deducir lo que sería más noble y más justo hacer, aprende más a crear su ruina que a reservarse de ella, puesto que un príncipe que a toda costa quiere ser bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que no lo son no puede menos que caminar hacia un desastre. Por en e, es necesario que un príncipe que desee mantenerse en su reino, aprenda a no ser bueno en ciertos casos, y a servirse o no servirse de su bondad, según que las circunstancias lo exijan.
Dejando, pues, a un lado las utopías en lo concerniente a los Estados, y no tratando más que de las cosas verdaderas y efectivas, digo que cuantos hombres atraen la atención de sus prójimos, y muy especialmente los príncipes, por hallarse colocados a mayor altura que los demás, se distinguen por determinadas prendas personales, que provocan la alabanza o la censura. Uno es mirado como liberal y otro como miserable, en lo que me sirvo de una expresión toscana, en vez de emplear la palabra avaro, dado que en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, mientras que llamamos miserable únicamente a aquel que se abstiene de hacer uso de lo que posee. Y para continuar mi enumeración añado: uno se reputa como generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa por cruel, y otro por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a sus promesas; uno por afeminado y pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno por humano, y otro por soberbio; uno por casto, y otro por lascivo; uno por dulce y flexible, y otro por duro e intolerable; uno por grave, y otro por ligero; uno por creyente y religioso, y otro por incrédulo e impío, etc.
Sé (y cada cual convendrá en ello) que no habría cosa más deseable y más loable que el que un príncipe estuviese dotado de cuantas cualidades buenas he entremezclado con las malas que le son opuestas. Pero como es casi imposible que las reúna todas, y aun que las ponga perfectamente en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para preservarse, si puede, de los que no se la harían perder. Si, no obstante, no se abstuviera de los últimos, quedaría obligado a menos reserva, abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia aneja a ciertos vicios si no le es dable sin ellos conservar su Estado, ya que, si pesa bien todo, hay cosas que parecen virtudes, como la benignidad y la clemencia, y, si las observa, crearán su ruina, mientras que otras que parecen vicios, si las practica, acrecerán su seguridad y su bienestar.