No me costaría mucho trabajo persuadir a nadie de lo que acabo de decir, puesto que la ruina de Italia en estos tiempos proviene de que, por espacio de muchos años, delegó confiadamente su defensa en tropas mercenarias, que lograron, en verdad, algunos triunfos en favor de tal o cual príncipe peninsular, y que se mostraron valerosas contra varias tropas del país, pero que a la llegada del extranjero manifestaron lo que realmente eran, valían y significaban. Por eso Carlos VIII, rey de Francia, halló la facilidad de tomar a Italia con greda, y quien dijo que nuestros pecados fueron la causa de ello, dijo verdad, y tuvo razón, pero no fueron los pecados que él creía, sino los que llevo mencionados. Y como estos pecados caían sobre la cabeza de los príncipes, sobre ellos también recayó el castigo.
Quiero demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de semejante especie de tropas acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes, o no lo son. Si lo son, no puede el príncipe fiarse de ellos, porque aspiran siempre a elevarse a la grandeza, sea oprimiéndole a él, que es dueño suyo, sea oprimiendo a los otros contra sus intenciones, y, si el capitán no es un hombre de valor, causa comúnmente su ruina. Y por si alguien replica que todo capitán que mande tropas procederá del mismo modo, sea o no mercenario, mostraré cómo las tropas mercenarias deben emplearse por un príncipe o por una república. El príncipe debe ir en persona a su frente, y practicar por sí mismo el oficio de capitán. La república debe enviar a uno de sus ciudadanos para mandarlas, y, si desde las primeras acciones de guerra no manifiesta bélica capacidad, debe reemplazársele por otro. Si, por el contrario, se manifiesta apto marcialmente, conviene que la república le contenga por medio de sabias leyes, para impedirle pasar del punto que se le haya fijado. La experiencia enseña que únicamente los príncipes que poseen ejércitos propios y las repúblicas que gozan del mismo beneficio, triunfan con facilidad, en tanto que los príncipes y las repúblicas que se apoyan sobre ejércitos mercenarios, no experimentan más que reveses. Por otra parte, una república cae menos fácilmente bajo el yugo del ciudadano que manda, y que quisiera esclavizarla, cuando está armada con sus propias armas que cuando no dispone más que de ejércitos extranjeros. Roma y Esparta se conservaron libres con sus propias armas por espacio de muchos siglos, y los suizos, que están armados de la misma manera, se mantienen también libres en alto grado. Por lo que mira a los inconvenientes de los ejércitos mercenarios de la antigüedad, tenemos el ejemplo de los cartagineses, que, después de la primera guerra con los romanos, acabaron siendo sojuzgados por sus soldados a sueldo, no obstante ser cartagineses los capitanes. Habiendo sido Filipo de Macedonia nombrado capitán de los tebanos, a la muerte de Epaminondas, los llevó al triunfo, es cierto, pero a continuación del triunfo, los esclavizó. Constituidos los milaneses en república, tras el fallecimiento del duque Felipe Visconti, emplearon contra los venecianos a Francisco Sforcia y a sus tropas, pagándoles. Sforcia, luego que hubo vencido a los venecianos en Caravagio, se unió con ellos contra los milaneses, que, sin embargo, eran sus amos. Cuando el otro Sforcia, padre de Francisco, estaba a sueldo de la reina de Nápoles, la abandonó de repente, y ella quedó tan desarmada, que, para no perder su trono, se vio precisada a echarse en los brazos del monarca de Aragón.
Si los venecianos y los florentinos extendieron su dominación con armas alquiladas, durante los años últimos, y si los capitanes de esas armas no se hicieron príncipes de Venecia y con ellos se defendieron bien ambos pueblos, el de Florencia, que tuvo más particularmente esta. dicha, debe dar gracias a la suerte, que de manera singularísima le favoreció. Entre aquellos valerosos capitanes, que podían ser temibles, unos no tuvieron la dicha de haber ganado batallas, otros encontraron obstáculos insuperables en su ruta, y algunos orientaron hacia otra parte su ambición. En el número de los primeros se contó Juan Acat, capitán inglés, que, al frente de cuatro mil hombres de su nación, peleó por cuenta de los gibelinos de Toscana, y sobre cuya fidelidad no cabe formar juicio, por no haber salido vencedor. Pero convendrá todo el mundo en que, si hubiese salido, los florentinos habrían quedado a su discreción. Si Jacobo Sforcia no invadió los Estados que le tenían a sueldo, provino de que encontró siempre frente a si a los Braceschis, que le contenían a la vez que él les contenía también a ellos. Por último, si Francisco Sforcia (que ya vimos destruyó la república de Milán y se hizo proclamar allí duque) orientó eficazmente su ambición hacia la Lombardía, dependió de que Bracio dirigía la suya hacia los dominios de la Iglesia y hacia Nápoles, contra cuya reina, Juana II, peleó, después de haberse apoderado de Perusa y de Montona, en los Estados Pontificios. Pero volvamos a hechos más cercanos a nosotros, y tomemos la época en que los florentinos eligieron por capitán suyo a Pablo Vitelli, varón habilísimo y que había adquirido grande reputación, a pesar de que naciera en condición vulgar. ¿Quién negará que, si se hubiera apoderado de Pisa, sus soldados, por muy florentinos que fuesen, habrían tenido por conveniente continuar a su lado? Si hubiera pasado a sueldo del enemigo, no habría sido posible remediar cosa alguna, puesto que, habiéndole conservado por capitán, era natural que le obedeciesen sus tropas.
Si se consideran los progresos conseguidos por los venecianos se verá que obraron con seguridad y con gloria, mientras ellos mismos hicieron la guerra, no intentando nada contra la tierra firme y dejando a su nobleza el cuidado de pelear valerosamente con hombres del pueblo bajo armado. Pero, cuando se pusieron a luchar en tierra firme, siguieron los estilos del resto de Italia, se sirvieron de legiones pagadas, y perdieron todo su valor. Al comienzo de su adquisición, no desconfiaron mucho de aquellas tropas mercenarias, porque no poseían entonces, en tierra firme, un país considerable, y porque gozaban todavía de respetable reputación. Mas luego que se hubieron engrandecido bajo el mando del capitán Carmagnola, advirtieron muy pronto el error en que habían incurrido. Viendo a aquel hombre, tan valiente como hábil, dejarse derrotar, al defenderles contra el duque de Milán, su soberano natural, y sabiendo, además que en tal guerra se conducía con tibieza, comprendieron que ya no podrían triunfar con él. Pero, como hubieran corrido el riesgo de perder lo adquirido, si hubiesen licenciado a dicho capitán, que se habría pasado al servicio del enemigo, y como, por otra parte, la prudencia no les permitía dejarle en su puesto, tomaron la resolución de hacerle perecer, para conservar lo ganado. Tuvieron después por capitanes a Bartolomé Coleoni de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y a otros semejantes, que les auguraban menos ganancias que pérdidas, como sucedió en Vaila, donde, en una sola batalla, fueron despojados de adquisiciones que les habían costado ochocientos años de enormes fatigas.
Deduzco de todo ello que con tropas mercenarias las conquistas son lentas, tardías, limitadas, y los fracasos bruscos, repentinos e inmensos. Y ya que estos ejemplos me han conducido a hablar de Italia, en que hace muchos años que se utilizan semejantes tropas, quiero tomar de más arriba lo que le concierne, a fin de que, habiendo dado a conocer su origen y su desarrollo, pueda reformarse mejor su uso. Desde luego, hay que traer a la memoria cómo, en los pasados siglos, Italia, después de echar de su seno al emperador de Alemania, y ver al Papa adquirir una gran dominación temporal dentro de ella, se encontró dividida en varios Estados. En las ciudades más importantes se armó el pueblo contra los nobles, quienes, favorecidos al comienzo por el emperador, oprimían a los restantes ciudadanos, mientras que el Papa auxiliaba aquellas rebeliones de la plebe, para adquirir valimiento en las cosas terrenas. En otras muchas ciudades se elevaron diversos individuos a la categoría de príncipes suyos. Con ello cayó casi toda Italia bajo el poder de los Papas, sin más excepción que algunas repúblicas, y no estando habituados, ni los Pontífices, ni los cardenales, a la profesión de las armas, hubieron de tomar a sueldo tropas extranjeras. El primer capitán que puso en crédito a estas tropas fue el romañol Alberico de Como, en cuya escuela se formaron, entre otros varios, aquel Bracio y aquel Sforcia, que fueron después los árbitros de Italia. Tras ellos vinieron todos aquellos otros capitanes que hasta nuestros días mandaron los ejércitos de nuestra vasta península, y el resultado de su valor fue que, a pesar de él, nuestro hermoso país pudo ser recorrido libremente por Carlos VIII, tomado por Luis XII, sojuzgado por Fernando el Católico e insultado por los suizos. El método seguido por tales capitanes consistía principalmente en privar de toda consideración a la infantería. Y obraban así porque, no poseyendo Estado alguno, no podían alimentar y sostener a muchos hombres de a pie, y, por ende, la infantería no les procuraba gran renombre. Preferían la caballería, cuya cantidad estaba en proporción con los recursos del país que había de mantenerla, y en el que era tanto más honrada cuanto más fácil resultaba su satisfactoria sustentación. Las cosas llegaron hasta el punto de que, en un ejército de veinte mil hombres, no se contaban dos mil infantes. Además, se habían esforzado todo lo posible para desterrar de sus soldados y de sí mismos las penalidades y el miedo, introduciendo el uso de no matar en las refriegas, y limitándose a hacer prisioneros sin degollarlos. De noche, los de las tiendas no iban a acampar en las tierras, y los de las tierras no volvían a las tiendas. No hacían fosas, ni empalizadas alrededor de su campo, y no moraban allí durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por la disciplina militar de los referidos capitanes, las imaginaron éstos para ahorrarse fatigas y peligros. Pero, con semejantes precauciones, condujeron a Italia a la esclavitud y al envilecimiento.